martes, 10 de agosto de 2010

Entes voladores, presos del destino

Ultimamente he tenido vivido dos hechos inconexos en el tiempo pero similares entre sí, con distinto final.

Caso 1:
Hará unas semanas iba caminando por un jardín y encontré en el suelo, una pequeña golondrina que por lo visto había caído del nido. La primera reacción es simplemente obviar el bultito oscuro del suelo, el cual luchaba vanamente por volar, aleteando torpemente, como intentando aprender desde el suelo algo que se aprende en las alturas. Tras sopesarlo, decidí que era mejor cogerla e intentar cuidarla que dejarla allí, a merced de las bestias del parque o de algún niño, que simplemente quisiera jugar con ella y la lastimara. Dado que sus padres golondrina no daban señales de estar presentes, su otra opción probable era morir de hambre.

Por eso durante tres días en casa, estuve dándole un compuesto alimenticio sencillo, cuyas instrucciones encontré recomendado en internet por otras personas que habían decidido lo mismo que yo. A duras penas aceptaba alimentarse. También volví a llevarla al parque donde la encontré, y probé, en varias tentativas más o menos fructuosas, a enseñarla a volar, lanzándola como si fuera un avión de papel. Tras varios intentos la dejé en su arbusto cercano a donde la encontré, para ver si conseguía valerse por sí misma. Unas horas después, de vuelta a casa, la encontré en el mismo lugar donde la había dejado, no habiéndose movido ni un ápice. Me la llevé, pero al día siguiente y dado que rechazaba alimentarse rotundamente en su hogar improvisado, entendí que nada más podía hacer. Por ello decidí dejarla en su arbusto. No quería ayuda, sólo parecía querer ser libre de nuevo. Así pues, la Naturaleza y la Fortuna decidirían su destino, que fuera cual fuera, parecía irrevocable.

Caso 2: Esta tarde, voy andando por la calle y me fijo en un bulto (esta vez blanco) acurrucado en la acera. Es una paloma blanca, pero está ennegrecida por el humo de los vehículos y la mierda inherente a la vida callejera. Tenía una pata rota, en posición imposible, aberrante, como si fuera víctima de un retorcido azar del destino.

Los transeúntes evidentemente pasan de largo ignorando el sufrimiento del animal, para continuar hilando la vacuidad de sus vidas cotidianas. Tal como soy por naturaleza, no pude sino apiadarme de aquel ave, de ojillos negros y expresivos, y decido que si puedo hacer algo por ella, con la esperanza de curarla, es mejor que no hacerlo. No obstante, intuyo su destino. La llevo al veterinario más próximo, a unos pocos metros de donde habrá pasado buena parte de su tormento silencioso, y muestro el animal a la veterinaria. "No tiene remedio, hay que sacrificarla"-me explica. "Mejor una muerte rápida e indolora que un sufrimiento indescriptible y continuado"-pienso yo. El valor de la vida y la muerte, a la distacia entre un sí y un no. La ejecución, a precio de saldo, 15 euros. "Está bien", respondo. Entramos en el habitáculo destinado a la cura de animales, y tras nosotros entra un gato negro, mirando con interés a la víctima, merodeándola, siendo fiel a su instinto natural. Entra la veterinaria y tras despedirme, me marcho con ligera pesadumbre pero consciente de que era la mejor decisión.

Moraleja 1: En algunas ocasiones está en nuestras manos el destino de otros, aunque finalmente, en un camino más o menos largo sucede lo que tiene que suceder, por la trayectoria de los hechos, según su peso, como cuando las rocas más pesadas caen primero desde un acantilado.

Moraleja 2: A veces hay que elegir entre decisiones dolorosas, pero el no tomarlas, puede suponer un sufrimiento aún mayor.


Vistos los hechos podemos deducir que la existencia de dos situaciones iguales (el desamparo) pueden suponer un distinto final, ¿o no?


Palabra del día: Alexitimia

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